jueves, 23 de diciembre de 2010

Saludos del Padre Mamerto para Navidad


Queridos amigos:
"Evidentemente, la fiesta de navidad es para mí algo más que un encuentro con los amigos, la familia y todo lo que ello significa. Y como ustedes se han constituido en mi familia grande a través de esto (internet) que parece cosa de mandinga, quisiera que mandinga no se meta a estropearnos la Navidad.
Por eso me reúno con ustedes junto al pesebre, y desde allí como los pastores los invito a escuchar a los angelitos que nos desean paz en la tierra, y que demos Gloria a Dios en las alturas. Mejor aun si ese pesebrito está en la capilla de su barrio, y allí nos reunimos espiritualmente todos para la Nochebuena.
Los bendigo con cariño y les pido que mutuamente hagamos una oración los unos por los otros para que nuestra navidad sea cristiana. Un beso a los chicos y un abrazo a los grandes, especialmente a los amigos que exstán enfgermos, tristes o preocupados. ¡Cuando Dios borra, señal que quiere escribir!":

+mamerto

lunes, 20 de diciembre de 2010

Agenda Mamerto 2011 / Donde la consigo?





"¡Una buena agenda se parece tanto a la Vida misma!"

"Al empezarla les deseo la bendición de Dios, para que puedan entregarla llena de vida al concluirla".

+mamerto menapace
Monje de Los Toldos

Ante la gran cantidad de consultas para saber donde se consigue, les dejamos estos datos:
Donde se Consigue?

Agenda Mamerto Menapace 2011
Editora Patria Grande

La agenda se consigue en:
-Librería y Editorial Patria Grande, Rivadavia 6369, Para pedidos y consultas: tel 4631-6577.
-Librerías Claretiana (todas las sucursales)
-Librería Guadalupe, Mansilla 3865.
-Librerías AGAPE (Sucursales)
-Librería del Instituto, R. Peña 1052.
-Librería Marista, Callao 224.
-Don Bosco, Yapeyú 137.
-Veloso Hnos, M.T. de Alvear 1611.
-Nstra. Del Carmelo, M.T. de Alvear 2482.
-Del Socorro, Juncal 876.
-Librerías Antigona (Callao 737 / Las Heras 2597 / Corrientes 1555).
-La Paz, Vidal 1769 CABA.
-Librería Hernandez.
-Librerías Galerna.
-Stella Maris, Hipólito Irigoyen 66, Martínez.
-Stella Maris, 9 de Julio 428, San Isidro.
-Betania, Juan S. Fernández 168, San Isidro.
-Librería Arquidiocesana Ciudad de Santa Fé.
-Librería Providencia (Mendoza).
-Librería Don Bosco (Bahía Blanca).


Y todas las librerias parroquiales del País, para consultas y pedidos 011-4631-6577 Editora Patria Grande
editorapatriagrande@gmail.com

http://www.editorapatriagrande.com/

jueves, 16 de diciembre de 2010

Agenda Mamerto Menapace 2011

Un Fragmento del prólogo de la Agenda de Mamerto 2011:
"Al empezar el año todo es esperanza. Al terminarlo todo se ha hecho experiencia. Que esta experiencia nos trasmita el fuego para que nos encienda la esperanza que nos ayude a superar las nostalgias y nos anime a proseguir el camino con confianza. Lo que uno espera de una agenda es que nos permita adelantarnos a lo diario para planear lo que viene. Pero también que nos ayude a regresar al pasado para constatar lo que se pudo realizar y lo que quedó sin hacer".

"¡Una buena agenda se parece tanto a la Vida misma!"

"Al empezarla les deseo la bendición de Dios, para que puedan entregarla llena de vida al concluirla".

+mamerto menapace
Monje de Los Toldos
Agenda Mamerto Menapace 2011
Editora Patria Grande
La agenda se consigue en:
-Librería y Editorial Patria Grande, Rivadavia 6369, Para pedidos y consultas: tel 4631-6577.
-Librerías Claretiana.
-Librería Guadalupe.
-Librería del Instituto.
-Librería Nstra del Carmelo.
-Librería Hernandez.
-Librerías Galerna.
-Librería Arquidiocesana Ciudad de Santa Fé.
-Librería Ross.
-Librería Providencia.
Y todas las librerias parroquiales del País, para consultas y pedidos 011-4631-6577
http://www.editorapatriagrande.com/

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Preparando el Adviento

"Les aconsejo para leer en este tiempo de Adviento el libro Esperando el Sol y como anticipo les dejo el relato sobre El PAN, llamado La Espera y las Urgencias"

"Un abrazo a todas y a todos, agradeciendo el Ave María que necesito de todos cada día":
+mamerto



LA ESPERA Y LAS URGENCIAS

Recuerdo, de pequeño, cómo hacíamos el pan.
Por la noche, antes de acostarnos, mamá dejaba preparada en un fuentón la harina para 4 ó 5 panes grandes. Además descolgaba del alero del rancho un pequeño atado, en el que estaba guardada la levadura reseca. En realidad era un pedazo de masa cruda e incomible que se había extraído de la que fuera destinada al pan horneado en la semana anterior.
Tomaba ese bollo de un color pálido amarillento, y endurecido por estar colgado del alero de la cocina, al aire libre y envuelto en aquel lienzo. Lo colocaba en una taza grande y de boca ancha, echándole un chorro de agua tibia, de la que había sobrado en la pava del mate del atardecer. Luego colocaba la taza sobre la plancha de la cocina económica ya sin fuego, pero con brasas. Ella tendría que conservar la tibieza de la levadura hasta el amanecer.
Y después nos íbamos a dormir.
Muchas veces acompañé a mamá en la liturgia del pan que se realizaba en los amaneceres. Ella me despertaba, y juntos íbamos a la cocina. Nos alumbrábamos con una lámpara de querosén y a mecha, con fino tubo de vidrio y pantalla lateral de hojalata brillante. Yo prendía el fuego amontonando ramitas y astillas sobre un marlo empapado en querosén. Y mientras calentaba el agua en la pavita renegrida, mamá amasaba la harina para el pan.
En un determinado momento, tomaba la levadura. Esta se había convertido en un bollo húmedo, hinchado y frágil. Lo desmenuzaba entre sus manos callosas, desparramándola por sobre la masa y nuevamente comenzaba el trabajo de amasar. Esta operación se repetía varias veces, hasta que masa y levadura quedaban totalmente confundidas en una sola realidad.
Por aquel entonces yo aún no sabía que ese poco de levadura era en realidad un poderoso hervidero de vida, que estallaría prodigiosamente al multiplicarse en la masa. Simplemente le creía a mamá. Me asombraba el cuidadoso respeto en ser fiel a cada gesto de esa liturgia del amanecer. Mientras todos los demás aún dormían, ella realizada aquellos gestos maternales, simples y eficaces.
Limpiaba cuidadosamente por dentro cuatro o cinco recipientes para repartir en ellos la masa. Recuerdo aún esas viejas fuentes, renegridas por fuera, sin enlozado en los lugares donde se veían los machucones. Y entre ellas, algún antiguo envase redondo de dulce de batata.
La cantidad de masa que se colocaba en cada una, no parecía mucha. Apenas un bollo que quedaba ocupando poco espacio en el recipiente. Luego colocaba los cinco moldes en el centro de la mesa y los cubría con cariño con un trozo de manta vieja, que se tenía para eso.
Recuerdo nítidamente ese gesto. Era casi como el que se hacía cada noche cuando se llevaba en brazos a un niño dormido, para dejarlo en su cama. No solo se cubría los moldes con cuidado, sino que se cerraba el par de ventanas, y se trancaba la puerta para evitar que hubiera corrientes de aire. Se echaba bastante astillas en la cocina, para que encendida, mantuviera la tibieza necesaria. En ese ambiente así preparado, algo misterioso iría sucediendo con los panes.
Y ya no había más nada que hacer. La cosa se haría por si misma. Cualquier manipulación hubiera sido un impedimento, y no una ayuda. Tendrían que pasar al menos un par de horas de espera inactiva.
Lo más frecuente era que nos fuéramos nuevamente a dormir. Al menos en invierno. Las urgencias vendrían recién con la luz de la mañana.
Cuando ya amanecía, la cocina era el centro de la reunión que se iba formando con el mate compartido, primer rito familiar de cada día. Desde allí partiría cada uno a su tarea: ordeñar, traer agua, atar los animales, limpiar.
Papá se conseguía un banquito petizón y se colocaba frente al horno, que elevaba su piso de ladrillos a un metro de altura, sostenido por cuatro patas de quebracho fuerte. Lo teníamos a la sombra de un paraíso, entre el portillo y la batea.
Encender el horno también era un rito. Y no cualquiera lo podría hacer bien. De ello dependería que el pan no saliera medio crudo, ni corriera el riesgo de quemarse. La ancha boca del horno se abría hacia el lado del rancho, y en su lomo curvo estaba el respiradero que apuntaba a la copa del árbol, por el lado de atrás. Para el horno no se podía usar combustible. Hubiera dejado mal gusto al pan. Se utilizaba leña seleccionada y cortada de antemano en trozos más bien chicos.
El fuego crepitaba en el interior, calentando las paredes, lo mismo que el piso. Cuando la llama terminaba de iluminar el interior, y solo quedaba un montón de brasas rojas, entonces comenzaban las urgencias.
Para ese momento algo misterioso ya había sucedido con la masa colocada en los moldes. Había crecido tanto, que ocupando todo el lugar disponible, sobresalía por los bordes, hinchando su lomo. Una corteza dura, como si fuera de piel fuerte, cubría toda su superficie. Ese crecimiento siempre me intrigaba, y más de una vez nuestros dedos infantiles se tentaban apretando aquellos lomos hinchados y tersos.
Pero el tiempo apremiaba. Hasta ese momento todo había tenido un ritmo quieto, incluido el largo tiempo de espera en que no había nada que hacer. Pero ahora, de repente, todo adquiría un sentido de urgencia.
Se retiraban del horno las rojas brasas, mediante un palo que tenía en su punta un fleje curvo de hierro. Se las arrastraba hasta la boca del horno dejando que cayeran al suelo, donde inmediatamente eran apagadas con un balde de agua. Calor, humo, vapor: todo se confundía por un momento, desdibujando la figura de papá que en ese momento presidía los ritos del fuego.
Esto se hacía rápidamente y con precisión, a fin de tener todo listo para la llegada de los moldes con la masa leudada. Desde la cocina partíamos los chicos llevando en nuestras manos aquello crecido en la espera del amanecer. Papá los iba colocando en el interior del horno, distribuyéndolos cuidadosamente en el piso caliente, empujándolos con aquella pala curva.
Luego se tapaba la boca del horno con una puertita de madera protegida por una chapa en su parte interior, y envuelta en una arpillera empapada en agua. Un palo afirmado en el suelo, apoyaba su otro extremo en la puerta a fin de mantenerla firmemente cerrada. Un ladrillo, también recubierto de bolsa mojada, cerraba el pequeño respiradero de la parte trasera. Se terminaban de apagar las brasas sacadas del horno. Aquellos carbones servirían luego para ser usados en la plancha con que mis hermanas componían la ropa limpia.
Por un rato aún se veía humear el suelo, junto con la boca y el respiradero del horno. Un olor especial inundaba el patio sombreado de paraísos. Y así todo entraba en la normalidad cotidiana, como si la cosa se hubiera concluido allí. Sabíamos que algo importante y misterioso sucedía dentro del horno, pero a nosotros ya no nos correspondía hacer más nada.
Estaba gestándose el pan.
Ni siquiera se volvía a abrir el horno para observar cómo se iba desarrollando la cocción. Mucho menos hubiera sido posible ya, añadirle fuego o quitarle calor. No cabía para ese entonces otra actitud que la de creer y esperar, al menos en cuanto al pan se refiriera.
Pero en todo lo demás, nuestras manos continuaban comprometidas con las tareas de cada uno. De nada hubiera servido contar al mediodía con el pan si no hubiéramos también ordeñado la vaca, barrido el patio o arado el campo. Había que tener preparada la comida para cuando los mayores regresaran de la chacra y los más chicos se estuvieran preparando para ir a la escuela. La vida continuaba por fuera con la misma intensidad con la que las cosas se desarrollaban dentro del horno. Y exigía la misma fidelidad.
Hacia el mediodía se daba finalmente el encuentro de ambas. Una media hora antes de la comida se abría el horno y se retiraban los moldes calientes, ayudándonos de un trapo para no quemarnos.
Un nuevo aroma llenaba otra vez el patio: el olor a pan recién horneado. Grandes, dorados, humeantes, eran transportados hacia el interior del rancho. Mientras se guardaban tapados con un lienzo los que tendrían que ir siendo consumidos durante la semana, se elegía uno de ello para la mesa de ese mediodía. Cortado en rodajas se compartía, acompañando el guiso fuerte o el estofado de papas, el puchero o la carne asada. Sin pan no hubiera habido comida, o al menos no se la hubiera considerado completa.
Tanto el que estaba en la mesa, como los que se guardaban, eran colocados en la misma posición en que habían sido hechos y horneados. El pan no podía ser colocado boca abajo, sino mirando al cielo. Quizá porque tenía algo de celestial, no se si en su origen o en su destino. Y hubiera sido una grave falta el tirarlo o negárselo a alguien. Ya no nos pertenecía privadamente. Pan cocido no tiene dueño.
Lo sentíamos claramente como un don. Un don sagrado que pedíamos con fe en el Padre Nuestro de cada día, al acostarnos y al levantarnos. Y sin embargo lo sabíamos tan nuestro como lo más cotidiano de nuestra vida.


Mamerto Menapace

Esperando el Sol
Editora Patria Grande (2007)

http://www.editorapatriagrande.com/

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Saludo de Mamerto Menapace

Queridos amigos:

"Necesito confidenciarles un secreto. Yo soy medio paisano para estas cosas electrónicas. y no entiendo demasiado de facebook y otras yerbas. Pero no importa. Siempre digo que no necesito auto, sino amigos con auto.


Lo mismo me pasa con estos nuevos inventos. Tengo amigos que entienden de Facebook, y que trabajan en la Editora Patria Grande que es la que publica los libros que escribo. Ellos han abierto esta página, y ustedes se fueron sumando a los primeros que entraron. Me dicen que ya están llegando a los 20.000. ¡Si cada uno de ustedes reza un ave María por mí, me pueden terminar por hacer un "santo de endeveras".


Ahora resulta que los de la Editora me dicen que tengo la obligación de mandarles un mensaje personal. No me resultaría posible contestarle a cada uno. Ni tampoco sumarlos personalmente a cada uno como amigo para conectarme personalmente con todos y cada uno. ¡Ni clonado!


Pero al menos, a través de este medio les mando un abrazo afectuoso, y les agradezco su cariño, su afecto y sobre todo el que podamos seguir cinchando juntos en este camino del Reino de Dios que nos trajo Jesús.


Martín Fierro decía en uno de sus lindos versos: Aunque mi cencia no es mucha/ esto en mi favor previene/ yo sé el corazón que tiene/ el que con gusto me escucha.


¡Gracias a todos y a cada uno por su lindo corazón! Con un abrazo los bendigo con cariño":
+mamerto
Fuente de la Foto: Diario La Voz del Interior

jueves, 29 de julio de 2010

Dr. Rene Favaloro



Texto de Mamerto Menapace sobre su experiencia de vida con el Dr. Favaloro.



Fruto de ese encuentro junto a Luis Landriscina crearon "El Milagro y el valor de la Vida"






De Corazón

En la luz de mi tierra
Editora Patria Grande



Muchas veces había sentido hablar del Doctor René Favaloro. Incluso habíamos escuchado la lectura de uno de sus libros en el refectorio monástico durante las comidas. Y por supuesto, sentía por él una especial estima, como la que uno puede tener por cualquier personalidad descollante. Hasta que un día la vida me deparó la oportunidad única de conocerlo.

Fue para la entrega de no recuerdo bien qué premio a nivel nacional. El elenco de los elegidos era bien amplio. En esa ocasión se distinguieron a políticos, empresas, deportistas y otras personas dignas del recuerdo y gratitud por su dedicación a los demás. Y para la entrega de los premios se había también solicitado la presencia de distintas personas, ya sea por su prestigio personal en el rubro elegido, o por su amistad y cercanía con el homenajeado, como fue mi caso concreto para con Don Luis Landriscina. El Doctor René Favaloro había sido elegido para hacer entrega del premio al anciano y muy querido Doctor Maradona que aun vivía, pero a quien los años y la distancia no le permitieron estar presente. Envió un mensaje grabado y fue representado por uno de sus sobrinos

Y esta fue la ocasión que me permitió conocerlo a Don René. Los organizadores nos habían reunido antes del acto en un salón de honor, donde se servía algo para compartir, como se acostumbra en esos casos, quizá como una excusa para presentarnos y saludarnos. Cuando ya nos encaminábamos hacia el auditorio donde se haría el homenaje, me encontré de sopetón con un hombre que me impresionó tanto por su tamaño, cuanto por la sencillez de sus gestos y sobre todo la cordialidad con la que me extendió la mano para saludarme y preguntar mi nombre. Cuando a su vez él respondió a mi pregunta, casi me atraganto al sentir que me decía ser René Favaloro. Repuesto de esa primera impresión no pude menos que apretarle efusivamente su mano grandota, capaz de hacer milagros a favor de la vida, mientras le expresaba toda mi admiración por su obra y su persona. Se mostró sorprendido, y creo que hasta gratificado, cuando le comenté que durante semanas él nos había acompañado en nuestras comidas monásticas, al escuchar el libro donde narraba sus experiencias pampeanas de médico rural en Jacinto Arauz.

Poco tiempo después me tocó participar como sacerdote en el bautismo de Bianca, la primera nieta de Don Luis Landriscina. El padrino sería justamente el Doctor. La ceremonia fue muy sencilla y emotiva, y tuvo lugar en una capilla de barrio. Y a la ceremonia siguió una cena donde me sentaron junto a Don René. Esta vez ya hubo más tiempo y mejor ocasión para disfrutar de la enorme simpatía y respeto que irradiaba esta extraordinaria persona, que por otro lado se esforzaba por dejar de lado al personaje, sin por ello ignorar la admiración que despertaba tanto por la temática de su conversación cuando por la calidez de su trato.

Hacía ya unos años que habíamos comenzado con Don Luis Landriscina un trabajo en conjunto para rescatar los valores de nuestro pueblo, a fin de devolverlos en forma de espectáculo grabado y filmado. Al primero de ellos lo habíamos titulado LOS VALORES CON HUMOR, y tuvo lugar en un auditorio salesiano de la diócesis de San Isidro. El segundo ya fue más ambicioso y lo presentamos en el Luna Park y se llamó LA FAMILIA Y EL HUMOR SON COSA SERIA. En realidad siempre quedó claro que se trataba de trabajos para ser presentados en una única ocasión, pero dejándolos en video y en audio para ser utilizados como un material de divulgación de valores humanos y cristianos, a la vez que podríamos colaborar con lo producido, apoyando alguna obra de bien. En el primer caso se destinó lo recaudado al trabajo de las vocaciones eclesiásticas, contando con el interés y el apoyo de las distintas diócesis que lo pidieran. Lo recaudado en el segundo, que ya tuvo mayor envergadura, fue entregado a la Madre Teresa de Calcuta a fin de ayudarle a financiar la construcción del primer hospital del moribundo de SIDA, que en pocos meses se inauguró en la localidad de Benavides, hacia el norte de la Capital. Y ya soñábamos con un tercero, para lo cual surgió la idea de invitar a Don René Favaloro a fin de que nos acompañara en una temática sumamente importante, a la que dimos en titular EL MILAGRO Y EL VALOR DE LA VIDA.

Esta tercera oportunidad me dio la ocasión de tratar más extensamente con él. Nos invitó durante toda una mañana a su despacho en la Fundación, donde incluso acudió un fotógrafo para hacer algunas tomas que serían utilizadas en la promoción del espectáculo. Pero la totalidad del tiempo fue utilizado en tratar de armar un esquema viendo cuál sería el aporte de cada uno de nosotros. El grueso del gasto lo harían evidentemente Don Luis y el Doctor, ya viejos amigos y además expertos en el tema del valor de la Vida, como milagro y encargo. En la escucha de ellos me di cuenta que no sería fácil poner de acuerdo la forma humorística de los cuentos de Landriscina, con la batería de datos y el apasionamiento que el Doctor quería poner en sus aportes.

Yo salí de aquel largo encuentro profundamente motivado, pero con la sensación de que nos quedaba un arduo camino para lograr hacer algo coherente a fin de responder a la expectativa de la gente que vendría a escucharnos. Ciertamente allí no todos reirían. Al menos no durante todo el tiempo. La mayor parte sería un apasionado llamado a tomar conciencia de nuestra situación social y de las profundas carencias de nuestro sistema de salud pública. El Doctor manejaba un cúmulo de datos estadísticos y deseaba exponerlos con toda crudeza casi como si fuera su testamento. Poco tiempo después yo sabría que aquello lo era, y que mucho de lo que allí se dijo, fue profético.

Volvimos a tener un par de encuentros antes de realizar el espectáculo en el Luna Park. Previamente hicimos lo que Don Luis llama un ablande, es decir, una prueba ante un reducido público, a fin de afinar la temática y pulsar la reacción de los oyentes. Tuvo lugar en la Iglesia de Nuestra señora de la Unidad, en la Lucila, sobre la calle Paraná. De allí era párroco el Padre Juan Pablo Jasminoy, quien desde los inicios fue el promotor y gestor de estos encuentros, y amigo común de todos nosotros. Y nuevamente constaté que Don René se proponía sacudir al auditorio a fin de hacernos tomar conciencia de la seriedad del tema. Sus aportes tendrían mucho de recuerdo testimonial, a la vez que serían un alegato a favor de cambios profundos respecto al compromiso con nuestro pueblo. Pude constatar así la verdad, luego frecuentemente repetida por los medios, de que más allá de la figura de un eminente cirujano y científico, estaba una persona de una enorme sensibilidad y estatura humana. Y que si se interesaba porque el corazón humano latiera bien, más le preocupaba el para qué latía en cada uno de nosotros.

A partir de aquella ocasión, volví a encontrarme varias veces más en forma personal con él. La última fue con ocasión de su último cumpleaños. Vino a celebrarlo en nuestro Monasterio de Los Toldos, acompañado de su novia Diana. Pasaron un par de días con nosotros y aún recuerdo el momento de nuestra despedida. Trasparentaba a cada momento su corazón apasionado, tanto en el cariño, como en sus responsabilidades para con la obra de su vida que era la Fundación. Le dolía ver que peligraban sus sueños. En el espectáculo del Luna Park había dicho con profundo convencimiento que si no lograba vivir sus sueños, prefería no vivir.

Había regresado a su patria, renunciando a un promisorio futuro en la Cleveland Clinic de Norteamérica. Y lo había hecho con la esperanza de aportar entre nosotros no solo la ciencia de la más alta calidad en cardiología, sino unos principios que deseaba ardientemente ver instaurados en nuestro país. Diría que le dolía su patria. Y porque la amaba apasionadamente, como a todo lo que amaba, se mostraba extremoso en todo.

La decisión de detener su propio corazón nos dolió a todos. A muchísimos pudo incluso haberlos desilusionado. Personalmente prefiero respetar profundamente su memoria, sabiendo que el Dios de la Vida no dejará sin premio en su gloria a quien creía profundamente en El y amaba apasionadamente a la humanidad, y en especial a su patria.

Si tuviera que elegir una imagen para sintetizar su vida, elegiría ese tronco de caldén los fogones de la pampa que tienen simplemente la misión de llevar el fuego hasta la madrugada, por no renunciar al fuego que los quema.


Mamerto Menapace

En La Luz de Mi Tierra

Editora Patria Grande



martes, 11 de mayo de 2010

El Cura

El Cura

"En la luz de mi tierra"
Editora Patria Grande








EL CURA

Al padre Carlos Mugica lo conocí una nochecita de verano antes de los años 70. Él venía de misionar en mi tierra natal del norte santafesino, donde era obispo su amigo Mons. Juan José Iriarte, y quizá por eso puse una especial atención en su persona en aquella primera ocasión. Pasó para hacer noche aquí y a la vez saludar al Padre Pedro Eugenio Alurralde, su amigo de infancia, que era entonces el Prior del monasterio. Para mi fue en ese momento uno de los tantos curas que solían frecuentar el monasterio, a veces solo de paso, y otras buscando unos días de sosiego en los que realizar un retiro.

Llegaron los tiempos posteriores al Concilio, y sobre todo aquellos que siguieron al encuentro de los obispos latinoamericanos en Medellín. Y muchos curas, religiosos, monjitas y laicos comprometidos, comenzaron a hacer una clara opción por los pobres. Muchos de ellos incluso dejaban sus colegios clasistas, para ir a vivir en barriadas pobres en lo que se llamaba Comunidades Religiosas Insertas en Medios Populares (CRIMPO). Muchos de ellos habían firmaron un documento de compromiso para dedicarse a la evangelización del tercer mundo.

Los más comprometidos en esta línea formaron un movimiento que se dio en llamar Curas para el Tercer Mundo. Cuando yo conocí a Carlitos Mugica más de cerca, esos tiempos habían madurado bastante. Y sobre todo, los curas del tercer mundo de la zona de capital, ya habían comenzado a llamarse curas villeros, por su dedicación casi exclusiva a la pastoral en los ambientes de Villas miserias de la Capital y Gran Buenos Aires. El Padre Rafael Tello era reconocido como su líder espiritual, y el referente indiscutido de todo el grupo. Su principal preocupación era dar una fuerte espiritualidad a la acción concreta de estos jóvenes sacerdotes. Y por ello se propuso acercarlos al monasterio de Los Toldos. Y para mi sorpresa, fue él quien me pidió que acompañara a estos curas en los retiros espirituales que los reunieron aquí en las semanas finales del verano de los años 72 al 74. Mi misión era darles un par de charlas diariamente, motivándolos para la reflexión de la palabra de Dios. A veces compartía con ellos también la reunión de la noche.

Estos encuentros me permitieron conocer más de cerca al Padre Carlitos Mugica. Sobre todo saber de su personalidad, su apasionamiento por algunas cosas, y su profunda piedad. Cada día lo veía entre los primeros que llegaban a la capilla para compartir nuestra oración de la madrugada, antes de las 5 de la mañana. Y por la noche era de los últimos en dejar la capilla, cuando había que cerrarla.

Recuerdo bien nuestro último diálogo, casi en el estribo de la camioneta que lo llevaría de regreso a la Capital, amontonado con todo el grupo de curas. Para que pudieran sentarse en la parte trasera del vehículo que traía cúpula, fuimos hasta los galpones a buscar unos fardos de pasto. Aproveché ese momento para preguntarle si tenía miedo a que lo mataran, ya que había recibido varias amenazas en ese sentido. Y me sorprendió su respuesta:

-No. ¡A lo que le tendría mucho miedo es a despertarme un día y saber que me echaron de la Iglesia!

A lo que yo le respondí:

-No tengas miedo Carlitos. ¡Dios te va a ser fiel!

Y ya en el momento de despedirnos mientras nos dábamos un abrazo me dijo, haciendo alusión al año santo que se iba a celebrar pronto:

-¡Este año muchos nos encontraremos con Dios!

Fue lo último que le escuché. Pocas semanas después, en la madrugada de un 11 de mayo, fiesta de San Mamerto, y aniversario del nacimiento de Fray Mamerto Esquiú y de la muerte se Ceferino Namuncurá, me enteré que lo habían ametrallado a la salida de una Capilla de barrio donde había celebrado esa tarde la Eucaristía y acababa de preparar una parejita para el sacramento del matrimonio. Murió claramente como cura.

Sacudido hondamente por esta noticia, pocos días después escribí de él esta semblanza, sobre todo para salir al paso de tantas opiniones que trataban de desfigurar su imagen, y de justificar o condenar el hecho culpando ya sea a una parte o a la otra de las que en ese momento estaban en pugna. Y completé unos versos que había escrito para él.



La Violencia de la Sombra

Dios le había regalado un lindo corazón. Era capaz de amar y apasionarse. Tenía capacidad para ver. Sus ojos siempre miraban a las cosas, y no le costaba vibrar con lo que veía. Por eso las injusticias lo sacudían fuerte. Muchos le tenían desconfianza porque le conocían un corazón arrebatado y violento.

Encima era bastante ingenuo. Le gustaba hablar, mostrarse y manifestar lo que llevaba adentro. Eso le hacía amar cosas contradictorias, y muchos creyeron que era un incoherente. Otros creyeron poder utilizarlo, y cuando él siguió nomás su rumbo, no lo comprendieron.

Alma de niño, buscaba ansiosamente la verdad, y quería a toda costa practicar la justicia. Llevar la justicia a la práctica era para él una obsesión. Tal vez hubiera algo de biológico en ese apetito de justicia. Por eso se comprometía tan entero cuando veía, en algún lugar o persona, la realidad del compromiso por la justicia. Pero como la justicia es una realidad tironeada por diversos bandos que creen poseerla en exclusiva (como se pelean los perros por la achura), le sucedió más de una vez el querer tironear desde distintos rumbos. Desde todos lados le ladraron para animarlo, y de todos lados le lanzaron su mordisco. Y él seguía nomás, apasionado por llevar la justicia a la práctica. Tal vez sin plan, sin proyectos, guiado como por un instinto. Amaba la parte de justicia que encontraba en cada hombre, y pretendió sacudir la vergüenza en cada grupo.

Y eso es peligroso. Es peligroso ponerse a plena luz cuando andan sueltas las tinieblas. Y en cada compromiso, en cada realidad hay un encontronazo entre la luz y las tinieblas, entre el miedo y la vergüenza. Y es peligroso para un hombre amar la luz en cada cosa, y en cada cosa pretender vencer la noche mediante la vergüenza.

Por eso el miedo que hay en cada uno de nosotros se puso a perseguirlo. A escondidas, por supuesto. El miedo suele ser cobarde, y prefiere no mostrar la cara al descubierto. De ahí que el día que lo mataron, nadie quiso ser responsable del suceso. Nos echamos la culpa mutuamente, y hasta a lo mejor creímos ser sinceros.

Poco importa el nombre del que lo mató. Conocemos sí, el nombre y apellido del que ha muerto. Lo mató la violencia de las sombras, y su nombre está escrito en el libro de la vida. Un pueblo lo lloró en silencio. Ese pueblo que también ama la justicia, y que como todos los perseguidos por llevar la justicia a la práctica, tendrá en herencia el Reino de los cielos.

Porque al morir un hombre por practicar la justicia, se opera en él la victoria definitiva de la luz sobre las sombras. La luz vence en ese hombre a las tinieblas. Y así se le abren las puertas del Reino de la luz.

-Felices de ustedes cuando sean perseguidos e insultados, y cuando digan toda clase de cosas falsas sobre ustedes. Alégrense, no se pongan tristes: porque van a recibir un gran premio en los cielos; porque así también persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes (Mt 5, 11-12).

Texto escrito sobre Carlos Mugica por Mamerto Menapace en el libro "En la luz de mi tierra" de Editora Patria Grande
http://editorapatriagrande.com/

miércoles, 31 de marzo de 2010

La hora y el signo, reflexiones para cuaresma.



La hora y el signo
"Sufrir: pasa" Reflexiones para la cuaresma
Editorial Patria Grande







Juan 12, 20-36

Estaban acercándose a la fiesta de la Pascua: la Grande entre las fiestas. Y Jesús había resuelto decididamente ir a Jerusalén. Sabiendo que allí le esperaba la cruz y la muerte.

Pero quería cumplir la voluntad del Tata. Para eso había venido al mundo. Y nada, ni nadie habría de apartarlo de esta misión. Sabía que se acercaba la Hora. Esa que habían anunciado los profetas desde antiguo. Y la que el Viejo Simeón le previniera a María en el templo cuando acudieron a Jerusalén por primera vez.

Y allí se encontraba con sus discípulos. Como si estuviera esperando un signo que le hiciera ver lo que Él mismo deseaba ardientemente. Y el signo llegó. Aparentemente muy sencillo. Casi fuera de contexto.

Tal vez Él mismo no conociera la hora de una manera tan clara como nosotros nos la imaginamos hoy. No hubiera sido humano, y Cristo lo era plenamente y sin trampas. Pero tenía una sensibilidad alertada en la atenta escucha de la voluntad del Tata. Intuía por los signos la llegada del momento. Lo mismo que el vegetal, cuando algo bulle por dentro en el silencio de su madera verde y el llamado de la primavera lo encuentra alerta.

Unos paganos, griegos, querían conocer a Jesús. Tal vez se sintieron algo descolgados en esa fiesta estrictamente judía. Como no pertenecientes al Pueblo de Dios, al menos por la sangre, les estaba prohibida la entrada al templo. Pero querían conocer a Jesús. No se animan a encararlo directamente. Dos apóstoles harán de intermediarios: Felipe y Andrés, quienes fueron a decírselo al Señor.

Quizá en el secreto de sus noches de oración había presentido que su misión en la tierra terminaría con la glorificación cruenta de su muerte. Y que ello sería la apertura a todos los pueblos. La lámpara que había alumbrado solamente a Israel, al ser sepultada por las tinieblas, dejaría paso al Sol de justicia que alumbra a todas las naciones.

Ya se había encontrado premonitoriamente con los paganos. Allá en su infancia, como se lo contara su Madre, había sido visitado por los Magos, y los egipcios lo habían acogido como prófugo. Más tarde fueron el centurión y la cananea. Los samaritanos y los sidonios también lo habían encontrado y recibido. Pero en el fondo, todos estos sólo habían participado de las sobras desperdiciadas por los niños caprichosos de la mesa de Israel.

Ahora, en cambio, los paganos pedían verlo. Los pueblos que andaban en tinieblas buscaban la luz que viene de lo alto. Y Jesús se da cuenta de que ha llegado la hora en que la antorcha sea elevada y arda en plenitud, para que pueda atraer todo hacia Sí.

Es consciente de que ello significa morir. Y humanamente todo su ser rechaza el sufrimiento y la muerte. Quisiera esquivar esta hora, y hasta se siente tentado de suplicar al Padre para que la suprima, sabiendo que sería escuchado. Pero también sabe que ha venido justamente para esto. Ante el dilema, opta decididamente por la voluntad del Tata. Toda su voluntad propia se pone en tensión y en disponibilidad para que sea glorificado el nombre de su Tata que está en los cielos. Nuevamente el Padrenuestro le brota de los labios, lo mismo que en el silencio del cerro en sus noches soledosas. Pero aquí está entre los hombres y en el corazón de la ciudad donde mueren los profetas. No es lícito el silencio. Por eso grita:

—¡Tata. Glorifica tu Nombre!

Y la Voz del Jordán y del Tabor vuelve a hacerse trueno. Él–que–Es, está. Yo – estaré no defraudó a Moisés ante una misión condenada humanamente al fracaso. Nuevamente el Tata se compromete a hacer del fracaso humano su camino de liberación.

Si el grano de trigo entregado a la tierra no acepta morir, se queda solo. Si se entrega, se hará trigal.


Crean en la Luz. Si la antorcha no se quema, se queda sola y a oscuras. Pero si se consume y arde, alumbra a todo hombre que llega a este mundo. Y atrae todo hacia sí.

jueves, 28 de enero de 2010

Una Orca llamada Belén

Las siguientes lineas son el comienzo del libro Una Orca llamada Belén de Mamerto Menapace. En este texto Mamerto reconstruye una experiencia que le toco vivir y compartir una mañana de enero caminando por los playas del Tuyú.
En esta epoca de vacaciones donde muchos tendran la suerte de caminar cerca del mar y disponer de tiempo para reflexionar, puede ser interesante conocer la vida de la Orca Belén reconstruida en este libro como parábola.


Fue la mañana del día de Reyes. Nunca había visto el Tuyú con marea tan alta. El mar parecía querer subirse a los medanos la costa solitaria. Parte de los pajonales adelantados sobre las arenas, se encontraban rodeados por las aguas y eran sacudidos por las pequeñas olas que lograban superar el lomo de los bancos interiores, donde la rompiente se deshacía en espuma blanca.

Yo había salido temprano, con la esperanza de ser premiado con algún hallazgo. Al primero que camina las playas, luego de una noche de viento de mar adentro, éste suele reservarle la sorpresa de algún encuentro. El mar, como la vida, es rico en tesoros ocultos, que a veces las olas empujan hasta las arenas costeras. Objetos humildes o exóticos. Quizá desperdicios que alguien considero ya inútiles. Tal vez objetos perdidos que su dueño aún lamenta. O, lo más frecuente, algún caracol grande de esos que engendra el océano y que sirvieron de envase a la vida de algún animalito que ya hace tiempo dejo de existir. Porque en el mar, como en la vida, los bichos que carecen de esqueleto se arman de un caparazón. Y esta estructura defensiva sobrevive a la vida que defendió.

¿Quién no se alegra, en la playa solitaria, cuando se encuentra de pura casualidad con un caracol grande? La alegría suele ser mayor si uno tiene un niño a quien regalárselo. Quizá esté justamente allí el secreto de la emoción que produce un hallazgo: que uno puede volver a revivir ese momento en los ojos de un niño, a quien se sorprende con el gesto gratuito de entregarle un caracol grande y lleno del misterio que vive en el mar. Tal vez esté también allí la fascinación que el mar siempre ha ejercido sobre los hombres: el mar es rico en gestos gratuitos. No hay que cultivarlo. Y es capaz de convertir un naufragio en el descubrimiento de una tierra nueva. La vida se generó allí donde también se generan las tormentas. Es madre, cuna y tumba a la vez. Aparentemente estéril, está lleno de vida.

El sol había salido sobre el mar y la mañana estaba fresca a causa del viento. La marea alta obligaba a caminar muy cerca de los medanos y las aguas llenaban las canaletas normalmente secas que corren paralelas a la costa. Pero el oleaje moría antes. Casi sin rompiente se deshacía en espuma donde el primer lomo de arena le cortaba el paso, permitiéndole solo deslizarse en un último envión que traía de mar adentro.

Y fue allí, en ese lomo que frenaba las últimas olas, donde la pequeña orca había encallado. Se la veía de lejos. Como un manchón negro en medio del blanco de las espumas. La soledad agranda las presencias. Y en aquella playa recién amanecida era imposible no verla, debatiéndose entre el mar ancestral y la tierra nueva aún cubierta de arenas.


Introducción del libro Una orca llamada Belén de Mamerto Menapace
Editorial Patria Grande

martes, 5 de enero de 2010

El Cuarto Rey Mago

El Cuarto Rey Mago
"Entre el brocal y la Fragua"
Editorial Patria Grande

Cuenta una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos.


Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.


Nuestro cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos?
Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros.


Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.


Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehizo la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto.


Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos.


En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.


Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matarlo al Niño. Este nuevo desencuentro le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.


Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó.



Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.


Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos.


Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:



- Perdóname. Llegué demasiado tarde.



Pero desde la cruz se escuchó una voz que le decía:



-Hoy estarás conmigo en el paraíso.


Mamerto Menapace

Del libro "Entre el brocal y la fragua"
Editorial Patria Grande