jueves, 28 de enero de 2010

Una Orca llamada Belén

Las siguientes lineas son el comienzo del libro Una Orca llamada Belén de Mamerto Menapace. En este texto Mamerto reconstruye una experiencia que le toco vivir y compartir una mañana de enero caminando por los playas del Tuyú.
En esta epoca de vacaciones donde muchos tendran la suerte de caminar cerca del mar y disponer de tiempo para reflexionar, puede ser interesante conocer la vida de la Orca Belén reconstruida en este libro como parábola.


Fue la mañana del día de Reyes. Nunca había visto el Tuyú con marea tan alta. El mar parecía querer subirse a los medanos la costa solitaria. Parte de los pajonales adelantados sobre las arenas, se encontraban rodeados por las aguas y eran sacudidos por las pequeñas olas que lograban superar el lomo de los bancos interiores, donde la rompiente se deshacía en espuma blanca.

Yo había salido temprano, con la esperanza de ser premiado con algún hallazgo. Al primero que camina las playas, luego de una noche de viento de mar adentro, éste suele reservarle la sorpresa de algún encuentro. El mar, como la vida, es rico en tesoros ocultos, que a veces las olas empujan hasta las arenas costeras. Objetos humildes o exóticos. Quizá desperdicios que alguien considero ya inútiles. Tal vez objetos perdidos que su dueño aún lamenta. O, lo más frecuente, algún caracol grande de esos que engendra el océano y que sirvieron de envase a la vida de algún animalito que ya hace tiempo dejo de existir. Porque en el mar, como en la vida, los bichos que carecen de esqueleto se arman de un caparazón. Y esta estructura defensiva sobrevive a la vida que defendió.

¿Quién no se alegra, en la playa solitaria, cuando se encuentra de pura casualidad con un caracol grande? La alegría suele ser mayor si uno tiene un niño a quien regalárselo. Quizá esté justamente allí el secreto de la emoción que produce un hallazgo: que uno puede volver a revivir ese momento en los ojos de un niño, a quien se sorprende con el gesto gratuito de entregarle un caracol grande y lleno del misterio que vive en el mar. Tal vez esté también allí la fascinación que el mar siempre ha ejercido sobre los hombres: el mar es rico en gestos gratuitos. No hay que cultivarlo. Y es capaz de convertir un naufragio en el descubrimiento de una tierra nueva. La vida se generó allí donde también se generan las tormentas. Es madre, cuna y tumba a la vez. Aparentemente estéril, está lleno de vida.

El sol había salido sobre el mar y la mañana estaba fresca a causa del viento. La marea alta obligaba a caminar muy cerca de los medanos y las aguas llenaban las canaletas normalmente secas que corren paralelas a la costa. Pero el oleaje moría antes. Casi sin rompiente se deshacía en espuma donde el primer lomo de arena le cortaba el paso, permitiéndole solo deslizarse en un último envión que traía de mar adentro.

Y fue allí, en ese lomo que frenaba las últimas olas, donde la pequeña orca había encallado. Se la veía de lejos. Como un manchón negro en medio del blanco de las espumas. La soledad agranda las presencias. Y en aquella playa recién amanecida era imposible no verla, debatiéndose entre el mar ancestral y la tierra nueva aún cubierta de arenas.


Introducción del libro Una orca llamada Belén de Mamerto Menapace
Editorial Patria Grande

martes, 5 de enero de 2010

El Cuarto Rey Mago

El Cuarto Rey Mago
"Entre el brocal y la Fragua"
Editorial Patria Grande

Cuenta una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos.


Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.


Nuestro cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos?
Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros.


Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.


Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehizo la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto.


Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos.


En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.


Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matarlo al Niño. Este nuevo desencuentro le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.


Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó.



Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.


Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos.


Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:



- Perdóname. Llegué demasiado tarde.



Pero desde la cruz se escuchó una voz que le decía:



-Hoy estarás conmigo en el paraíso.


Mamerto Menapace

Del libro "Entre el brocal y la fragua"
Editorial Patria Grande